Curiosamente, su voz no es cálida ni grave ni particularmente
seductora, sino más bien aguda, de un timbre casi metálico y sin embargo
frágil. Al escucharlo, uno llega a temer que en cualquier momento se le
quiebre, y ese riesgo ( que en su caso no es deliberadamente buscado sino más
bien lo asume como algo irremediable) también forma parte de su extraño
atractivo. Con características que en cualquier otro cantante serían anticarismáticas,
Silvio funda precisamente su carisma. Quizá el secreto resida en que siempre
transmite una gran sinceridad, una honestidad a toda prueba, un no aparentar lo
que no es, y, en estos tiempos de famas prefabricadas, de engendros de la
machacona y mistificadora publicidad, esa actitud, a la que el público accede
sin intermediarios, significa una bocanada de aire fresco en un ámbito, como el
del espectáculo, por lo común tan especulativo como artificial.
Salvo en casos excepcionales, Silvio es autor de la letra y la
música de sus canciones. Como en los ejemplos de Pablo Milanés, Chico Buarque.
Viglietti, Serrat, Aute y no muchos más, esa doble autoría otorga a sus
producciones una unidad esencial. Sean o no el resultado de un desarrollo
paralelo, letra y música aparecen como gemelas (jimaguas, diría en Cuba),
copartícipes en el acto de la parición. Fundamentalmente, las letras de Silvio,
sobre todo las que crea a partir de una duramente adquirida madurez, tienen un
nivel textual tan afortunado que (algo no demasiado frecuente en los cantores
populares) conservan su validez política aun sin el básico soporte de la
música. Alguna vez he sostenido, y su trayectoria posterior corrobora ni
diagnóstico marginal, que Silvio es un poeta que canta, y más aun: que es uno
de los poetas más talentosos de su generación.
Siempre recordaré como conocí a Silvio y a Pablo en La Habana,
allá por el año 1966. Era mi primera visita a Cuba. Unos amigos me habían
invitado a cenar en su casa y me anunciaron que más tarde vendrían dos
cantantes muy jóvenes, todavía casi desconocidos. Por fin llegaron con sus
guitarras y cantaron cinco o seis canciones cada uno. Tuve la rara sensación de
que asistía a un viraje importante de la canción cubana: por un lado estaba
presente la tradición trovadoresca, y por el otro una propuesta asombrosamente
innovadora, que transformaba, enriqueciéndolos, los ritmos heredados e
insertaba en las letras un sentido tan comunicativo como el de la poesía
conversacional, entonces en pleno desarrollo en América Latina. Varios años
después, escuchándolos de nuevo en textos y música de más rigurosa factura, les
pedí que cantaran aquellas letras primigenias que les había escuchado en el 66.
Pero no las recordaban. Lo cierto es que en ese lapso habían creado tan frenéticamente
nuevos cantos, que aquellos iniciales, tan importantes para mí, habían sido
cubiertos por su propio olvido.
Este libro de Joseba Sanz tiene un valor inapreciable: inserta la
obra del cantante en su vida, las sigue a ambas paso a paso, estrofa a estrofa.
No es sólo una cronología ampliada, sino un curriculum espiritual, una
efemérides de estado de ánimo. Por primera vez el oyente de Silvio podrá
aquilatar no sólo una ruta artística sino también un recorrido vital. Podrá
comprobar así que el mayor compromiso (palabra hoy tan subestimada por la
dejadez postmodernista) de Silvio es con la vida, a la que no canta de lejos
sino metida en ella hasta en los tuétanos. Participando en la campaña de
alfabetización, embarcando hasta África en el barco pesquero Playa Girón,
empuñando un fusil para defender su Revolución, arriesgando su vida en Angola,
cantándole al amor desde el amor, aprendiendo a tratar de igual a igual a las
mujeres de su vida, creciendo con sus hijos, la trayectoria de Silvio es el
hilo conductor de su canto, y cuando los públicos, leales y fervientes, de
cualquiera de los tres mundos, lo aplauden con denuedo y naturalidad, no sólo
están premiando su arte, también su coherencia, su fidelidad a la Revolución y
a sí mismo, su capacidad de trabajo y su rigor, su calidad humana. Silvio nunca
será un mito; no viaja con su pedestal a cuestas. Sus públicos lo saben y tal
vez por eso lo tratan como a un querido y sencillo compañero, que les canta y
les dice las felicidades y las desdichas que ellos también quisieran cantar y
decir tan entrañablemente como él.
Mario Benedetti
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