martes, 3 de julio de 2012

Las Memorias de Don Robert o la Antología de la DGB


No recuerdo cuando ni donde nací, lo peor del caso es que ni siquiera  sabía en donde estaba. Esa mañana me vi tirado bajo una vieja galera de lámina de cartón junto a una enorme piedra que me brindó calor durante esa helada noche de invierno. Una vieja camioneta color azul pintada a brochazos igualmente me dio abrigo, era un vehículo viejo, como de mi generación, tenía unas enormes ruedas sujetadas por apenas un par de birlos oxidados, además de que en el parabrisas dentro de la cabina había una pequeña hamaca de donde pendía un pequeño simio de peluche. El dueño de aquel vehículo seguramente tenía afición por los animales silvestres ya que el forro del tablero y el volante tenían una tela similar a la piel de los tigres. Desperté apesadumbrado por el peculiar silbido de un hombre de baja estatura, al parecer de oficio mecánico ya que cargaba una estopa con gasolina para limpiarse las manos, era sorprendente ver cómo podía fumar mientras se tallaba las manos con ése líquido volátil. El sujeto en cuestión me miró con curiosidad, lanzando un grito con cálido tono me preguntó que quien era? y que hacia ahí?. Ciertamente me quedé pasmado ante tal interrogatorio, sin pensarlo dos veces le dije que me llamaba Robert y que la enorme casa color blanco y negro situada en la esquina de manzana era mía. El nombre que elegí para esta nueva vida fue una oportunidad para dejar de lado todo el lastre de mi existencia pasada, además de que siempre había admirado a R. L. Stevenson y sus cuentos de piratas. El pequeño mecánico continuó preguntándome por qué nunca me había visto en esa casa, la respuesta más lógica que tuve fue que volví de un largo viaje a ver a mi familia, mi casa, mi barrio y mis cosas y que ya todo había cambiado. Sin más comentario el mecánico se retiró y en ese entonces comencé a reflexionar sobre mis respuestas que en ese momento a mi juicio resultaron convincentes. Apesadumbrado por la situación simplemente me senté afuera de mi nueva y antigua casa, obstinando sobre mi legitima propiedad  decidí dedicar  los meses sucesivos a cuidar mi casa y ver pasar a los transeúntes, además de recibir lo que buenamente me quisieran dar. A partir de entonces desperté diferentes emociones y sentimientos entre la gente de aquellas calles. Algunos comenzaron a verme como un pobre viejo venido de la nada, con una demencia marcada, hambre y frío. Otros en cambio me veían con repudio por ensuciar sus calles y banquetas, por dormir afuera de lo que ellos llamaban su propiedad. La familia que habitaba mi antigua casa me alimentaba en ocasiones, sin embargo la mayor parte del tiempo me fruncían el seño o me miraban con desprecio. El hijo menor de la familia no podía ocultar sus emociones y continuamente me veía de reojo asomándose a la ventana y solo exclamaba ante sus amigos “asco”, siempre tuve la sospecha de que era un afeminado. Con el pasar de los meses me integré a la dinámica de vida del lugar y llegué convivir y platicar con algunos de los habitantes, principalmente los niños y jóvenes que salían por las tardes a jugar o simplemente a liberar su energía en grupo. De ningún modo puedo decir que eran agradables, aunque después les tomé aprecio. Quizá la convivencia constante con estos muchachos me permitió sobrellevar las interminables tardes sentado en la banqueta, me entretenía mirando lo que hacían, o simplemente me dedicaba a esquivar los balonazos que me llegaban, o que en ciertas ocasiones afirmaría que iban teledirigidos. Había chicos de distinta edad y de diferentes caracteres. Como la mayor parte del tiempo no tenía nada que hacer tuve bastante oportunidad de analizarlos. A continuación relato la historia de los muchachos más representativos del barrio y sus interacciones con otros vecinos y su propiedad. De algún modo eran buenos chicos, sin embargo crecieron. Unos años después supe que se autodenominaron la DGB y esta es su historia.

jueves, 28 de junio de 2012

Canción de la mujer

1. De noche junto al río en el oscuro corazón de los arbustos
a veces vuelvo a ver su rostro, el de la mujer que amé: mi
mujer, que murió.

2. Hace ya muchos años, y a ratos ya no sé nada de ella, la
que antes lo fue todo, pero todo se marchita.

3. Y ella era en mí como un pequeño enebro en las estepas de
Mongolia, cóncavas, con el cielo amarillo pálido y de gran tristeza.

4. Vivíamos en una cabaña negra junto al río, Los mosquitos
solían perforar su blanco cuerpo, y yo leía el periódico
siete veces o decía: tu pelo tiene un color sucio. O: no tienes corazón.

5. Pero un día, cuando estaba yo lavando mi camisa en la
cabaña, ella se acercó a la puerta y me miró y quería salir.

6. Y quien le había pegado hasta cansarse, dijo: ángel mío.

7. Y quien le había dicho te quiero la condujo fuera y
riendo miró al aire y alabó el buen tiempo y le dio la mano.

8. Como ya estaban afuera, al aire libre, y la cabaña estaba
desierta, cerró la puerta y se sentó tras el periódico.

9. Desde entonces no la he vuelto a ver, y de ella sólo quedó
el gritito que dio cuando por la mañana volvió a la puerta que
ya estaba cerrada.

10. Ahora la cabaña se ha podrido y mi pecho está relleno de
papel de periódico y por las noches tumbado junto al río en
el oscuro corazón de los arbustos me acuerdo de ella.

11. El viento lleva olor a hierba en el pelo y el agua grita sin
fin pidiendo calma a Dios, y en mi lengua tengo un sabor amargo.

Bertold Brecht